El escritor caminó un poco por las calles empapadas de calor y medios silencios de martes en la noche. Los latinoamericanos, colonos recientes del barrio del escritor habían venido una vez más a enseñar al flemático y maquinal europeo a disfrutar de la sencillez de las calles y los bancos, porque en el barrio del escritor, ya nadie venia a sentarse en los bancos y en las calles a la fresca caída de la noche, salvo los latinoamericanos.
El escritor no caminaba bohemio, mecido y mezclado por aromas de seres imposibles o historias con cotidiana belleza y marcas de cigarrillos franceses. El escritor caminaba turbio a la salida del teatro Nacional, porque había visto a la chica actuar aquella noche, y al marcharse, ella no se había despedido, y claro, un martes por la noche, a finales de junio y con tanto calor, eso solo podía significar que la chica no amaba al escritor. Que nunca le había amado, y que nunca le amaría. Cualquiera sabe eso. Si no se despiden de ti, no es porque sea el día de tu estreno, no es porque haya más de treinta personas agasajándote con todo tipo de comentarios sensatos y prudentes, es porque no lamentan prescindir de ti, deshacerse de tu presencia, es porque no duele en prendas extender mundo entre su cuerpo y el tuyo, desenvolver calles entre medias, números de teléfono entre medias, aire lleno de palabras en todas direcciones como trolebuses invisibles, avenidas íntegras de tránsitos de cosas entre los dos. Si no se despiden de ti, es porque prefieren perderte de vista, aunque sea en el fondo; es porque no eres importante en absoluto, no eres parte de la ecuación, no eres influencia, ni sonrisa, ni comentario ni nada, ya es que no eres nada.
El escritor llego a su casa y se quito la camisa, y dejó las llaves y agitó suavemente el ratón del ordenador para despertar las quinientas líneas del monitor, que diligentes y solidarias crepitaron y obedecieron a los pocos segundos. Mientras abría el procesador de textos escuchó el mensaje de una pálida voz de mujer que se quejaba de que la noche anterior en el cóctel del libro del escritor, él se marchó sin despedirse. El escritor hizo sonar a Lester Young y Charlie Mingus, se descalzó y comenzó a escribir.
“Marcaría su número de teléfono ahora mismo. Eso debería hacer. Llamaría y una voz de hombre lo cogería a la tercera señal, y yo respondería concisamente con mi nombre y con la brusca orden de hablar con ella, y ella respondería sabes que hora es? Y yo diría no te has despedido, y ella diría qué dices? Qué no te has despedido, y me llamas para decirme eso?. Sí, lo he estado pensando, y eso significa que no me amas, y ella respondería estas loco, no vuelvas a llamarme a estas horas, eso significa que quieres que te llame a alguna otra hora? Eso significa que quieres hablar conmigo, que necesitas mis trolebuses invisibles que acorten la distancia, y reduzcan el espacio entre los dos, significa que me amas?, un silencio, no uno bonito, un silencio de Bela Lugosi. Pues no claro que no te amo, si te amase crees que me habría ido sin despedirme? Después sonaría la señal. Punto. Fin. Nunca volvería a cruzar mucho más que un saludo, y eso solo después de algunos días”.
El escritor pensó mejor en no llamar. Evitar la humillación, evitar la risa de las hadas de los tontos. Pensó prudente y sensato. Mucho mejor no llamar. No hacer la joda estúpida. No sucumbir otra vez a lo imbecil con pusilánimes estratagemas camufladas con romanticismo e irrevocabilidad heróica. No ceder al brillo de la vanidad. En no abandonar una frase a medio escribir para realizar un llamada del todo cond